De arroces pasados y óvulos viejos…

‘Madres añosas’. Así nos denominan. Bajo ese poco sugerente título nos empaquetan a las que, por una razón u otra, nos embarcamos en esa aventura apasionante llamada maternidad bien entrados los 30, un grupo, por cierto, cada vez más numeroso. Una etiqueta tan deprimente como los términos que suelen acompañarla: riesgos, infertilidad, falta de energía… Casi tan odiosa como ese presuntamente humorístico “se te va a pasar el arroz” que tantas veces hemos tenido que escuchar las que, como yo, nos acercábamos peligrosamente a los 40 sin atisbos de procreación en el horizonte. Un clásico de ayer, y de hoy, que retumba en los oídos de cualquier mujer provocando, casi automáticamente, una especie de mueca absurda tras la que se esconde un sonoramente silencioso “vete a tomar por culo”. Porque para mí que, al igual que Susanita la amiga del Mafalda, el futuro del verbo amar nunca fue otro que “hijitos”, ser madre siempre fue un anhelado deseo. Pero Mr Right tardó en aparecer y los sucesivos Mr. Ritgh Now que desfilaron por mi escueta lista de conquistas no dieron para demasiado. Fui primípara con 37 años, seis más que la media nacional, y, a los 40, me hice con el carné de familia numerosa tras tres embarazos encadenados. No tuve problemas para concebir. Ni complicaciones derivadas de la edad. Aunque, todo hay que decirlo, me pasé 27 meses con la cabeza metida en el wc sin que nada lograra frenarme las náuseas. Y no, no tengo menos energía que otras madres de treinta y pocos… Al mes de dar a luz al pequeño de mis hijos, ya estaba trotando de nuevo con las relucientes ASICS que me regaló Mr Right. Porque, como dice mi abuela de 93 años, la fuerza y la ilusión no entienden de edad. Y, después, ¿qué? Esa es otra historia…