‘What a wonderful world…’

Se nos ha ido el santo el cielo. Nos preocupamos por criar a hijos fuertes y sanos, bilingües, deportistas e independientes. Les alejamos de los azúcares. Cambiamos de canal cuando empiezan los informativos para no herir sus impolutos cerebros con las crueles imágenes del aterrador mundo real. Reciclamos. Llevamos las botellas y el papel a sus respectivos contenedores. Estamos preocupados, concienciados y decididos a luchar por dejarles un planeta ‘vivible’, pero no nos hemos dado cuenta de que el oxígeno que nos rodea se ha vuelto irrespirable. Nuestros hijos, gracias al esfuerzo de todos, seguirán teniendo bosques a los que huir los fines de semana en busca de un esporádico contacto con la naturaleza pero, o la cosa cambia mucho –y no tiene pinta- las pasarán moradas para poder costearse una carrera universitaria y tendrán que luchar como animales por abrirse paso en un mercado laboral darwinista en el que sólo sobrevivirá el más fuerte. De la vivienda, mejor ni hablamos.

Dicen que será la primera generación que vivirá peor que sus padres. Y yo, cada vez que leo predicciones como esa, siento que les estoy fallando. Pienso que les estoy envolviendo en un mundo de cariño y fantasía que caducará en el momento en el que se den de bruces con la adolescencia. Y me pregunto qué estamos haciendo nosotros, los padres, por intentar dejarles una sociedad mejor. Lo sé, tenemos suficiente con intentar sobrevivir a esta crisis que nos ahoga pero… ¿No debería de llegar nuestro compromiso con nuestros hijos un paso más allá? Pero, ¿cómo se recicla una civilización enferma de consumismo y deseosa de dinero fácil? Lo sé. Soy una idealista. Probablemente, aunque yo siga clasificando mi basura en orgánicos, papel, envases y vidrios, puede que, como a veces me cuentan, todo se mezcle en algún vertedero. Puede que lo mejor sea hacer las maletas y buscar un sitio mejor. Porque, idealista o no, no me resigno a dejar un mundo peor a mis hijos. ¿Y vosotros?

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