Nunca he sido muy amiga de esos best seller enciclopédicos que surgen, cada un par de años, para reventar las listas de los más leídos. O comprados, que no es lo mismo. Y no es porque vaya por la vida de ‘postureo cultureta’, sino por pura pereza mental. Y, a pesar de las bienintencionadas recomendaciones de amistades y familiares, siempre me he resistido a caer en las redes de esas historias interminables empaquetadas entre coloridas tapas duras tamaño folio. Mejor dicho casi siempre, porque una vez flaqueé y, ante la presión popular, decidí dar una oportunidad a ‘El Código Da Vinci’, aventura que abandoné al segundo capítulo presa del tedio y una vergüenza ajena que se intensificó al ver su versión cinematográfica.
Por eso, cuando el pasado verano, una de mis amigas de la piscina me preguntó si había leído ya el ‘bombazo’ literario del momento, confieso que apenas la presté atención. Ella, madre de tres niños como yo, confesaba sentirse totalmente enganchada a una historia que devoraba con avidez, sin importarle renunciar a horas de sueño. Una historia que me atraparía desde el principio hasta cortarme la respiración. Jamás seguí sus recomendaciones porque, entre mis hijos y yo, hoy por hoy, sólo osa colarse, literariamente, Paul Auster (no sé si por aquello de que, al igual de Bruce, nació en New Jersey) y muy de vez en cuando. Y ahí quedó la cosa. Ahí hasta que, siete meses después, escuché en la radio una acalorada tertulia entre periodistas y psicólogos de relumbrón sobre las prácticas sexuales que había puesto de moda un libro cuyo nombre, automáticamente, me trasladó a agosto del pasado año: ’50 Sombras de Grey’. Así se llamaba el libro que con tanta pasión me había recomendado aquella madre de familia numerosa, encantadora y guapísima, mientras vigilaba de soslayo a sus hijos chapoteando en el agua. Con las orejas como platos, anoté mentalmente las palabras más repetidas durante el debate: prácticas sadomasoquistas, dominación, castigo… Pensé que se me escapaba algo. Así que, sin albergar intención alguna de entregarme a la lectura de las correrías, con perdón, del Señor Gray, decidí saciar mi curiosidad navegando en Internet y preguntado a mis amigas, madres en sus treinta y pico. Descubrí que el tipo que quitaba el aliento a las de mi ‘especie’ era un joven millonario, tan atractivo como retorcido, que sometía a todo tipo de tropelías a una virginal estudiante veinteañera. Muy hermoso todo. Muy evocador. Muy sugerente. Vamos, una historia rompedora, jamás contada: la del tío experimentando y la joven inocente. Nada de flores, ni cenas a luz de las velas. En ese innovador argumento basaba su éxito la trilogía con la que la avispada E.L James hizo saltar por los aires la lista de los más vendidos en 2012, ‘inventando’ un nuevo genero literario: el porno para madres.
Yo, en mi absoluto agotamiento de trimadre y reciente media maratoniana, me pregunto, sin malicia (o con) qué tipo de emociones despierta el repugnante señor Gray para que medio planeta femenino ande suspirando porque les haga firmar uno de sus tenebrosos contratos de aquí te pillo, aquí de zurro. Yo, que soy más de ‘La Regenta’ y ‘Él abanico de Lady Chatterley’, intento comprender que ha pasado para que las madres hayan pasado de fantasear con el atormentando sacerdote de ‘El Pajaro Espino’ o el butanero polaco a imaginarse en plan siervas de un millonario sin escrúpulos, mientras se muerden los labios de deseo. En fin, que ando yo que no me hallo.